Estado Unidos a través de mis sentidos



Querida Ana,

Llevo cuatro meses viviendo en los Estados Unidos, en la ciudad de Boston y debo confesarte que la vida aquí es otro mundo.

Por las mañanas ya no es el piar de los pájaros o la luz calida del mediterráneo lo que me despierta, sino el goteo constante de las pequeñas estalactitas que se han formado en el tejado a causa de la nieve y que están en proceso de descongelación. Abro los ojos, miro hacia la litera de abajo, Abby, que comparte dormitorio conmigo, todavía duerme. El sonido de su respiración me relaja, esta conmigo. A continuación, las alarmas encadenadas de mis tres compañeras de cuarto, cuyas radios ya no me hablan en español. Es una algarabía de noticias informativas en inglés, que con el aturdimiento matutino, no consigo descifrar. Me gusta asomarme a la ventana justo al despertar porque las chimeneas de las demás residencias de la universidad están en plena actividad y el humo blanco que desprenden da un toque de casitas de cuento en un paisaje de invernal. Secadores, duchas, cepillos de dientes… ¡prisa!

Antes de salir de casa estos dias de enero mis compañeras de cuarto y yo llevamos a cabo la “ceremonia del tapado”, pasamos diez minutos como mínimo recubriéndonos el cuerpo. Camisetas térmicas, medias, pantalones de pana, doble calcetín, guantes, orejeras, gorros de lana, bufandas con tres vueltas y gran abrigo de plumas de oca, vencedoras ante el frío. Nos aseguramos que solo queden al descubierto los ojos, el resto, sin exposición alguna. Enrollamos las bufandas alrededor de los cuellos de las otras y nos convertimos en mamás por un rato. Al abrir la puerta de la calle el frío te ataca y ves como las personas se convierten en veloces hormigas (por el abombado de los abrigos de plumas) que exhalan vaho por los labios congelados. Tengo la piel cortada y los ojos se me llenan de lágrimas por el frío. Sin embargo, me gusta el invierno, me gusta sentir mi cuerpo bajo mil capas de abrigo y la sensación de astronauta que todos los atuendos de abrigo te dan.

Camino hacia el lugar donde he aparcado mi bicicleta. De pronto me golpea una gran bola de nieve en la nuca. ¡Es la Guerra! Mis mitones se esfuerzan en hacer bolas enormes, redondas y compactas para ser lanzadas a propulsión a los chicos de mi residencia, que se han despertado con ganas de batalla… Sigo caminando, mis botas de agua se pierden en la nieve todavía blanca. Es virgen, esta blandita, me hundo. Siento un silencio no habitual, diferente a los dias de otoño cuando las pisadas de las hojas secas eran la melodía de las calles. La nieve absorbe todos los ruidos. Menos el de mi chapoteo infantil, que me mantiene contenta. Monto en mi bicicleta, comienzo a pedalear entre taxis y autobuses escolares amarillos (como los de las películas). Las maquinas quitanieves me abren camino. De frente el chico que lanza desde su bicicleta el periódico del día a la puerta de las casas. Al girar la esquina me llega como siempre el tentador olor de donuts recién hechos del verdadero dunkin donuts. Desayuno en el gran comedor de la universidad cuyas ventanas son vidrieras al estilo de las catedrales. Rayos de luz de colores se reflejan en mi cuchara. Estudiantes somnolientos comen huevos, patatas, ketchup y salchichas sin piedad a las ocho de la mañana. Yo opto por la magdalena Americana, el “muffin”. Grandioso, un tanto aceitoso, pero rico. Observo los “bagles”, panes redondos con sabor a queso naranja americano con un agujero en el centro, muy compactos, difíciles de digerir. Justo entonces extraño el pan español, la barra gallega, crujiente, esponjosa, sin toda la química de los panes americanos. El café no sabe a café, sino a agua amarga. La chica que desayuna enfrente unta con cuidado crema de cacahuete sobre una manzana, mientras da sorbitos a una coca cola tamaño extra grande (como todo en Estados Unidos). Cereales de todos los colores y formas invaden las mesas alargadas junto a vasos de zumo de naranja artificial, sin pulpa, sin el color ni el sabor intenso de las naranjas valencianas. Al terminar, la bandeja se deposita en una cinta transportadora que se la lleva secretamente para ser limpiada. Y te sientes mimado.

Las campanas de la iglesia memorial, convertidas en mi reloj, ¡llego tarde! Todo se impregna de gorritos de colores que corren a clase. Con pompones, con orejeras incluidas, de lana, de nylon, de Harvard, de banderas, de rayas…
Química, laboratorio. El olor que se desprende de los frascos de cristal con sus coloridos compuestos químicos me marea. Las gafas de laboratorio me hacen ver a la gente borrosa y me agobio… Tras tres horas de verter, mezclar, medir, calentar, destilar… ¡por fin libre!

En este descanso de una hora salgo a bañarme en los rayitos de sol, que a penas calientan, pero que de algún modo me hacen sentir como en casa. A mi lado caminan estudiantes que hablan en los idiomas más pintorescos. Los chinos, inconfundibles, cuyas discretas palabras se mezclan con el teclear de las calculadoras (grandes científicos y matemáticos los asiáticos). Oigo la risa (señal de vida) de los latinos, que hacen mucho ruido y se dirigen a paso tranquilo a sus lecciones. Pasa junto a mi, Motema de Lesotho, chasca su lengua para decirme hola Sesotho porque sabe que me hace ilusión escucharla hablar su idioma. Estudiantes de francés caminan a clase, curvando los labios, practicando la U francesa. La señora de la limpieza de Portugal, que conserva su acento después de 20 años en los Estados Unidos. La campanilla del mendigo sonriente que sostiene un calderito en el que colecciona cuartos de dólar. Los árabes con sus kefiyas blancas y negras enrolladas al cuello, símbolo de identidad, de nacionalismo. Me encuentro con Camilo, mi amigo de México que lleva un poncho maravilloso, que lo protege del frío. Incluso sus palabras, bien si son en el mismo idioma, suenan distintas, por el acento, por la cadencia, por la expresividad de su cara simpática.

Clase de Culturas Islámicas. El profesor apaga la luz y pulsa el play de su ordenador varios instrumentos irreconocibles invaden nuestros oídos. ¿Donde estamos? -pregunta. Por un momento nos trasladamos a Egipto y nos dejamos llevar. Los instrumentos con el sonido del Nilo de fondo, me sumen en una tranquilidad inexplicable. ¡Qué gran clase!

Salgo de clase y en la esquina hay puestos de una especie de consomé o sirope de manzana sin alcohol, muy típico de la región y palomitas de maíz dulce recién hechas. Para paliar el frío y el hambre después de largas horas de clase, no me queda mas remedio y sucumbo a la compra. El sirope de manzana se desliza por mi garganta y la recubre de un calor exquisito.

Me dirijo hacia el río, para correr un rato y por el camino un demócrata de acento neoyorquino que hace encuestas callejeras me comienza a hacer preguntas sobre Obama y me persigue un rato. En el río el sonido acompasado de los 16 remos que salpican en el agua, mezclado con las poderosas inspiraciones de los atléticos remeros es muestra de tenacidad, de fuerza, de pasión. Mis mejillas se sonrojan a causa del viento helado, me cuesta respirar el aire congelado.

De camino a casa las animadoras del equipo de fútbol Americano de Harvard hacen una pequeña exhibición en la calle con sus calentadores y sus dos coletas características. Canciones de ánimo, sencillas, un tanto repetitivas. Aparece en mi ruta una vecina que se queja por el fuerte olor corporal de su compañera de cuarto, que es africana. Me extraña, me molesta la falta de tacto, la intolerancia. Supongo que cada raza tiene su olor corporal común y característico del que no somos conscientes. Me pregunto qué pensara la compañera africana del olor de esta chica… ¿Será también extraño para ella ?

Subo a mi cuarto y me doy cuenta de que llevamos varias semanas con las luces de navidad pegadas a las paredes y encendidas, Abby dice que le hace sentir que todavía estamos de celebraciones y que en su casa, las tiene puestas todo el año, ¡que buena idea! ¿no? Banderas (la de los Estados Unidos, la de California-ciudad de Abby, un cartel que apoya a Obama, pósters con los 20 consejos de la vida del College, Coldplay, James Dean… decoran nuestras paredes, dando esa esencia de habitación estudiantil norteamericana, que aquí se consigue.

Una amiga mía me quiere llevar a su Iglesia Baptista y me animo. OH HAPPY DAY!!!! Las voces afro americanas se unen a la vez que las caderas redondeadas se mueven al ritmo de las notas del piano.
Llega mi otra compañera de cuarto, de Chicago y voy a darle un abrazo, menos mal que me acuerdo que ella se siente un poco intimidada con el contacto físico. No abraza, no besa… ella sonríe y expresa el cariño de otra forma. Me escribe cartas de agradecimiento o notas con muy buena letra, me hace pasteles de calabaza, famosísimos en Boston y así se expresa ella. En general la gente me da abrazos, es lo común entre amigos. Cuando conoces a alguien por primera vez, no se te ocurra darle dos besos, porque se agobian, se lían, se imaginan lo peor… Un buen estrechón de manos, y hasta que no seáis buenos amigos nada de abrazos. Mi amiga de Indiana dice que ella nunca da besos, a nadie, su madre, le da uno en la frente por su cumpleaños. ¡Que gran trauma fue eso para mí! Me hace falta calor humano en las Américas… El contacto de la piel, la envoltura de unos brazos, esenciales para sentirse bien, para sentirse vivo.

Cuarta crónica del viaje a México


27-03-2010

Mercado de San Cristóbal. Comunidades indígenas. City tour. San Juan Chamula. Zinacantan, trajes. Cada uno por su lado. Palenque rojo.

Esta mañana la cita es a las 9h. Ayer, el guía nos indicó que a primera hora si nos acercábamos al mercado de San Cristóbal, podríamos encontrar a los indígenas haciendo trueques y ver la gran variedad de trajes de las diferentes comunidades indígenas que van a vender allí. Así que aprovechando que la salida no es muy temprana, acordamos levantarnos a las 7h y visitarlo.

Según íbamos acercándonos al mercado, empezamos a ver mujeres vendiendo en la calle, con una cocina de leña, tacos, tamales, quesadillas y otras viandas irreconocibles por nosotros, a la gente que se encontraba a tan temprana hora por la calle. El desayuno de Chiapas. Lo de temprana hora lo digo por nosotros, que seguro que para ellos que ya llevaban un buen rato zascandileando por allí no lo sería tanto.
Nos fuimos encontrando indias chamula, con sus faldas de piel de cordero negro con todo su pelo, vendiendo sacos de hojas de pino, que sobresalían por la boca del saco. No podíamos imaginar el uso que se le podría dar a tal producto, pero durante el día pudimos comprobarlo.

Vimos hornos donde una gran máquina escupe tortitas de maíz en serie, que los operarios apilan con enorme destreza. Una moto como las de reparto de pizzas las mete en su cajón y sale pitando para algún destino concreto para que lleguen calentitas. El mercado de carne discurre a nuestra derecha y los puestos están apiñados unos a otros de tamaño tan pequeño, que da la impresión de ser contenedores puestos de pie. Hay mucha chapa haciendo las veces de tejado. Sus callejones son tan estrechos que con dificultad caben dos personas a la vez. No me puedo imaginar como entrarán la mercancía.

Este es el paisaje que vamos viendo antes de llegar al recinto del mercado central de San Cristóbal. Mujeres vendiendo escobas, telas, cerámica, chiles, guisantes de muchos colores y cualquier tipo de cosas bordean el edificio del mercado, algunos están montando los puestos, otros desgranando los guisantes, aquellos con las gallinas agarradas por las patas, muy quietas mientras son transportadas. No se oyen gritos para llamar la atención de los clientes, que a esa hora no son muy numerosos, y la sensación que tengo es que todo el mundo es indígena, y que hay pocos mestizos. Nosotros somos la excepción y damos la nota discordante, cámara en ristre y con un pasear tan pausado y mirándolo todo con tanta atención, que ni siquiera nos molestan para decirnos si estamos interesados en algo, salvo alguien que nos dice “a la orden”

El edificio del mercado dispone de puestos de carne, en la que las cabezas de las reses despellejadas reposan sobre los mostradores y los carniceros arreglan las diferentes piezas. Puestos de vísceras, pezuñas y tripas que por lo general no ves en los nuestros, aquí abundan, grandes montañas de bacalao seco y otros pescados desconocidos aparecen al volver una esquina, numerosos puestos de comida preparan sus platillos, pues es habitual comer en el mercado, otros funden queso en grandes cacerolas, cortezas fritas, por fortuna pocos puestos de pescado fresco y por el suelo, una suciedad que quita las ganas de comprar al más pintado.
Me llegué a sentir mareado en algún momento, no se si era cierta nausea por lo que veía y olía o que ya empezaba a estar sufriendo la venganza de Moctezuma. A la salida topé con un altarcito muy cargado de flores con su virgen detrás de un cristal y numerosas velas encendidas. Eso ha sido una estampa habitual en muchos de los mercados que hemos ido visitando a lo largo de todo México.

Tomamos un taxi, 20 pesos, un poco más de un euro que se cambia a 16 ó 17 pesos, para tener tiempo de desayunar antes de emprender el viaje a los pueblos indígenas.
La guía que nos asignan ese día es una mujer francesa, profesora en la universidad de San Cristóbal de las Casas y esta bien documentada.
El autocar nos deja a las afueras de San Juan Chamula, ya que tienen prohibido la entrada en autobús a los turistas. Un dato que nos da la guía es que el poder político que tiene ese pueblo es tal que han conseguido que le construyan una autopista de hasta tres carriles exclusivamente hasta su pueblo, más allá sigue la carretera nacional.
Lo primero que se ve desde el aparcamiento es el cementerio sin vallar y con tumbas de tierra, algunas muy recientes y algún que otro perro deambulando entre ellas. Vete a saber si rebuscando. La iglesia de San Esteban en mitad de todo y en total ruina.
Nos vamos adentrando en la ciudad y vemos casas muy modernas al lado de otras más tradicionales hechas con bloques de hormigón sin enlucir y techos de chapa ondulada. Nos dice la guía que los que se van a Norteamérica vuelven y se hacen casas a imagen de las americanas formando un contraste curiosísimo.

En la plaza la animación es tremenda. Es sábado y están realizando un ritual delante de la puerta de la iglesia. Mientras llegábamos al pueblo fuimos advertidos por la guía que está totalmente prohibido hacer fotos durante las ceremonias y por supuesto imposible dentro de la iglesia. Nos subimos al templete de la plaza y desde esa atalaya observamos el ir y venir de la gente que se agrupa por familias o clanes muy numerosos. Nos enteramos que es la fiesta del Mayordomo, que viene a ser el alcalde. Viste con sombrero rojo para distinguirlo. Muchos chamula visten con pieles de cordero, las faldas de las mujeres suelen ser de piel negra hasta los tobillos y los hombres llevan una casulla sin mangas también de piel de cordero por lo general blanca. Cuanto más largo es el pelo de la piel del cordero, mayor rango social ostenta la persona. No se que hará un pobre que tenga un cordero con pelo muy largo, si se verá obligado a venderlo a un rico o le prohibirán usarlo para él. Las mujeres de los principales del pueblo visten completamente de negro. Se ven mayores y gruesas. El suelo de la plaza está lleno de ramas en forma de pasillo hasta la puerta de la iglesia. Allí, delante de la puerta, se encuentran reunidos los dirigentes del pueblo con personas que portan a sus espaldas baúles cuadrados ricamente adornados, muchachas jóvenes que mueven al ritmo de la música recipientes humeantes de copal, especie de incienso y el grupo que cantan una salmodia repetitiva que, nos dice la guía, incorpora ligeras diferencias de estrofa a estrofa.

Nosotros decidimos entrar en la iglesia sorteando a toda esta gente y evidentemente echando un ojo a todo este tinglado para no perder detalle. Sin molestar pues las advertencias de la guía han sido muy claras.
La atracción turística del pueblo es evidentemente la iglesia. Y es natural que así sea. Cuando entras ya distingues que no es una iglesia al uso. No hay bancos, es diáfana. En su lugar encuentras a grupos de personas en corros disponiendo velas en el suelo en forma de hileras. Entre las personas algunas gallinas a la espera de ser sacrificadas imagino, no sueltas sino formando parte del equipaje del grupo. En los laterales, una sucesión de imágenes dentro de fanales o armarios acristalados donde se encuentran santos disfrazados con los trajes más estrafalarios que os podáis imaginar. No se si es que la imaginería española es muy buena y que las mujeres que se quedan a vestir santos, que tanto se daba antes en nuestro pais me tiene mal acostumbrado, pero la diferencia es abismal entre la imaginería de los Chamula y lo que se suele ver en nuestro pais. Produce risa, asombro, desconcierto por lo estrafalario, por lo infantil que parecen los autores de las imágenes y ternura, mucha ternura. Eso si, te impresiona. Todos tienen un montón de velas encendidas por lo que la sensación desde el atrio de la iglesia es que hay dos filas de montones de velas encendidas a cada lado de la iglesia. En el costado izquierdo, y apoyado sobre la pared, no instalado, formando el típico ángulo inclinado que forma algo que has apoyado, se encuentra el antiguo retablo del altar principal de la iglesia. Casi hasta el techo, de madera, está carcomido y no lo han tirado porque les han convencido que es una reliquia digna de restaurar y conservar. Ellos han encargado uno de hormigón y allí lo tienen. El antiguo lo querían dejar al aire libre, en la iglesia de San Esteban, que está en el cementerio de la entrada al pueblo, sin techumbre.
En el altar principal, en el que por supuesto no hay sagrario, ni se celebra misa, la escena que veo es la de muchos hombres que en grandes telas transportan palmas. Las van sacando y apilando sobre unas grandes mesas que hay en el recinto. Mañana es Domingo de Ramos. Se me antoja que son diferentes cofradías que aportan cada una su contribución de palmas. En total puede haber en el recinto del altar unos cuatro o cinco grupos de unas diez personas y siguen entrando más. Todos con su hato de palmas. Nosotros seguimos dando la vuelta por la iglesia y vemos como un indiecito va rascando los pegotones de ceras que han ido quedando sobre el suelo, con una espátula. Todo está lleno de hojas de pino verde. Esas que por la mañana veíamos en el mercado. Es para dar buen olor. Los niños que corretean se resbalan con las hojas de pino y el suelo porcelánico que acaban de poner. Todo un despropósito. A la salida todavía están danzando y salmodiando. Nos volvemos a nuestra atalaya y vemos como finaliza el rito, tiran cohetes y cada clan se va marchando por los diferentes puntos de la plaza casi en fila y precedidos por sus jefes. La ceremonia continúa en la plaza adjunta, la del mercado en el que las mujeres de las autoridades se reúnen en torno a una cruz muy grande, pero que curiosamente no es la cruz cristiana, sino un símbolo azteca. Los españoles al llegar vieron éste símbolo, se quedaron muy sorprendidos y lo respetaron. Representa los puntos cardinales y el centro como un punto más a tener en cuenta. En cada extremo hay dibujados unos símbolos y cada brazo termina en una especie de bola. En uno de los rincones de la plaza hay una mujer tejiendo a la antigua usanza, con unos peines para cardar la lana y sacar hilos finos. Un grupo de niños azuzan a unos gallos que están a la venta y atados de una pata para que se picoteen, con el consiguiente cacareo y escándalo. Pasamos por grupos de mujeres que están sentadas a las afueras del nuevo mercado del pueblo, un edificio grande que todavía no se ha inaugurado y del que se duda de su uso por parte de la gente del pueblo según nos cuenta la guía. Cuando estamos llegando al autobús, vemos un equipo de TV acompañados por el alcalde, pues es evidente que sin su permiso no podrían filmar nada. Menudo negocio deben de tener montado con esto de los derechos de imagen. También vemos pasar lujosos coches y todo terrenos conducidos por las autoridades del pueblo que ya han acabado y se marchan.

El siguiente pueblo a visitar es Zinacantan, a muy pocos kilómetros de San Juan Chamula. La guía nos lleva directamente a la tienda que tiene una gran profusión de telas, trajes, alfombras y demás. Está todo organizado. Te reciben con un licor que dicen que destilan ellos clandestinamente. Sin que me diera cuenta, al entrar en otra habitación de la tienda ya habían disfrazado a la familia de madrileños que nos acompaña compuesta por la pareja y dos hijos jóvenes. Ellos están disfrazados de novios y los padres de padrinos. Todos muy guapos y foto va y foto viene. Al fondo de la tienda tienen habilitadas dos habitaciones amplias con sus correspondientes cocinas casi a ras de suelo donde te hacen tortitas y fajitas de carne o verdura y que tienen una pinta estupenda. Te puedes sentar en unos bancos bajos y comer bajo petición a la mujer que hay allí cocinando. Yo no me encuentro nada bien y tengo que salir fuera a que me de un poco el aire, las habitaciones se han llenado de humo a causa de la falta de chimeneas. Solo las rendijas que quedan entre el techo y las paredes, hacen de tiro para el humo, antes todo ha quedado impregnado por el olor a fritanga y asado.

En el viaje de vuelta a San Cristóbal empiezo a ponerme blanco como la cera y optan por dejarme en el hotel. Los demás se van a visitar la ciudad. El “city tour” que había anunciado en el programa. Me echo y al rato llegan Maite y Helena, con Maite también mal. Nos acostamos y Helena se va a dar una gran vuelta por San Cristóbal. A eso de las seis de la tarde, me encuentro mejor y decido salir al andador para ver el ambiente.

Estamos cada uno por su lado.
Me siento en una terraza frente a mi calle del hotel con idea de ver cuando llega Helena y allí paso más de una hora, viendo pasar visitantes y locales, vendedores a cada dos por tres, gente de todo tipo, indígenas y mestizos, niños vendiendo, los limpiabotas, los puestos de venta de comida, el señor que está junto a mi mesa y vende cigarros sueltos y chicles o piruletas, con clientes que lo requieren muy a menudo. La gente de la ciudad que lleva a sus hijos vestidos de domingo.

He retrocedido con la mente muchos años en el tiempo y recuerdo que antes, en mi ciudad, Ceuta, era algo similar el ambiente, la forma de moverse por la calle Real los domingos me recuerda a este andador. Montones de personas paseando por mitad de la calle sin tráfico, los vendedores de trufas y altramuces, de pipas de girasol saladas que metían en un cucurucho de papel midiendo con un cubilete de madera, el aspecto más oscuro de la piel de los hombres por el trabajo en el campo a pleno sol, los marroquíes con sus vestimentas, nosotros vestidos de domingo y tomando helados de tuti fruti de la mano de alguna persona mayor.

Al lado, el teatro donde se representa Palenque Rojo. Nos lo han recomendado y en la puerta hay un actor ataviado con penacho de plumas de quetzal, tobilleras con conchas que al chocar unas contra otras hacen un sonido parecido a los cascabeles, peto y muñequeras y algún arma como hachas y arcos que blande al paso de los turistas solicitando unas monedas a quien quiera echarle una foto. Al lado un par de mujeres vendiendo entradas a 150 y 200 pesos. Según estés sentado más adelante o más atrás.
Cuando vuelvo a la habitación ya está Helena consolando a Maite que tiene un poco de fiebre. Al final nos anima a que vayamos a ver la obra de teatro y nos vestimos de domingo también nosotros contagiados por el público que pasea por el andador.

La obra es un gran espectáculo de música, trajes y luces. Representa la lucha entre Toniná y Palenque, dos ciudades mayas con Kan Joy Chitan II, hijo del gran Pakal II.
Entre los personajes destacan animales como el puma, el cuervo, el vampiro, el cerdo salvaje y el cocodrilo, que se desliza sobre un patinete con ruedas pertinentemente camuflado, sobre el que se ha tumbado boca abajo. Las figuras de los guerreros, las princesas, los dos dioses gemelos que narran la historia y la música que está oculta tras unos velos a la izquierda de un escenario que o bien representa una plaza rodeada de pirámides representando a la ciudad de Palenque o bien una selva, hacen que el espectáculo sea grandioso. El pasillo central del teatro sirve de escenario por el que entran y salen los personajes acercando al público la riqueza de sus trajes y la belleza de sus cuerpos.

Al terminar la obra, Helena y yo paseamos por la zona que habían visitado por la tarde y que le había gustado. Claro que se había encontrado con una boda y con las tiendas de artesanía abiertas. A estas horas sólo los bares y los restaurantes están abiertos y se desbordan de gente incitándote a entrar en su ambiente festivo. Picamos y en uno que nos gustó pedimos unos nachos con guacamole y unos combinados estupendos.

Nos vamos a dormir.