Estado Unidos a través de mis sentidos



Querida Ana,

Llevo cuatro meses viviendo en los Estados Unidos, en la ciudad de Boston y debo confesarte que la vida aquí es otro mundo.

Por las mañanas ya no es el piar de los pájaros o la luz calida del mediterráneo lo que me despierta, sino el goteo constante de las pequeñas estalactitas que se han formado en el tejado a causa de la nieve y que están en proceso de descongelación. Abro los ojos, miro hacia la litera de abajo, Abby, que comparte dormitorio conmigo, todavía duerme. El sonido de su respiración me relaja, esta conmigo. A continuación, las alarmas encadenadas de mis tres compañeras de cuarto, cuyas radios ya no me hablan en español. Es una algarabía de noticias informativas en inglés, que con el aturdimiento matutino, no consigo descifrar. Me gusta asomarme a la ventana justo al despertar porque las chimeneas de las demás residencias de la universidad están en plena actividad y el humo blanco que desprenden da un toque de casitas de cuento en un paisaje de invernal. Secadores, duchas, cepillos de dientes… ¡prisa!

Antes de salir de casa estos dias de enero mis compañeras de cuarto y yo llevamos a cabo la “ceremonia del tapado”, pasamos diez minutos como mínimo recubriéndonos el cuerpo. Camisetas térmicas, medias, pantalones de pana, doble calcetín, guantes, orejeras, gorros de lana, bufandas con tres vueltas y gran abrigo de plumas de oca, vencedoras ante el frío. Nos aseguramos que solo queden al descubierto los ojos, el resto, sin exposición alguna. Enrollamos las bufandas alrededor de los cuellos de las otras y nos convertimos en mamás por un rato. Al abrir la puerta de la calle el frío te ataca y ves como las personas se convierten en veloces hormigas (por el abombado de los abrigos de plumas) que exhalan vaho por los labios congelados. Tengo la piel cortada y los ojos se me llenan de lágrimas por el frío. Sin embargo, me gusta el invierno, me gusta sentir mi cuerpo bajo mil capas de abrigo y la sensación de astronauta que todos los atuendos de abrigo te dan.

Camino hacia el lugar donde he aparcado mi bicicleta. De pronto me golpea una gran bola de nieve en la nuca. ¡Es la Guerra! Mis mitones se esfuerzan en hacer bolas enormes, redondas y compactas para ser lanzadas a propulsión a los chicos de mi residencia, que se han despertado con ganas de batalla… Sigo caminando, mis botas de agua se pierden en la nieve todavía blanca. Es virgen, esta blandita, me hundo. Siento un silencio no habitual, diferente a los dias de otoño cuando las pisadas de las hojas secas eran la melodía de las calles. La nieve absorbe todos los ruidos. Menos el de mi chapoteo infantil, que me mantiene contenta. Monto en mi bicicleta, comienzo a pedalear entre taxis y autobuses escolares amarillos (como los de las películas). Las maquinas quitanieves me abren camino. De frente el chico que lanza desde su bicicleta el periódico del día a la puerta de las casas. Al girar la esquina me llega como siempre el tentador olor de donuts recién hechos del verdadero dunkin donuts. Desayuno en el gran comedor de la universidad cuyas ventanas son vidrieras al estilo de las catedrales. Rayos de luz de colores se reflejan en mi cuchara. Estudiantes somnolientos comen huevos, patatas, ketchup y salchichas sin piedad a las ocho de la mañana. Yo opto por la magdalena Americana, el “muffin”. Grandioso, un tanto aceitoso, pero rico. Observo los “bagles”, panes redondos con sabor a queso naranja americano con un agujero en el centro, muy compactos, difíciles de digerir. Justo entonces extraño el pan español, la barra gallega, crujiente, esponjosa, sin toda la química de los panes americanos. El café no sabe a café, sino a agua amarga. La chica que desayuna enfrente unta con cuidado crema de cacahuete sobre una manzana, mientras da sorbitos a una coca cola tamaño extra grande (como todo en Estados Unidos). Cereales de todos los colores y formas invaden las mesas alargadas junto a vasos de zumo de naranja artificial, sin pulpa, sin el color ni el sabor intenso de las naranjas valencianas. Al terminar, la bandeja se deposita en una cinta transportadora que se la lleva secretamente para ser limpiada. Y te sientes mimado.

Las campanas de la iglesia memorial, convertidas en mi reloj, ¡llego tarde! Todo se impregna de gorritos de colores que corren a clase. Con pompones, con orejeras incluidas, de lana, de nylon, de Harvard, de banderas, de rayas…
Química, laboratorio. El olor que se desprende de los frascos de cristal con sus coloridos compuestos químicos me marea. Las gafas de laboratorio me hacen ver a la gente borrosa y me agobio… Tras tres horas de verter, mezclar, medir, calentar, destilar… ¡por fin libre!

En este descanso de una hora salgo a bañarme en los rayitos de sol, que a penas calientan, pero que de algún modo me hacen sentir como en casa. A mi lado caminan estudiantes que hablan en los idiomas más pintorescos. Los chinos, inconfundibles, cuyas discretas palabras se mezclan con el teclear de las calculadoras (grandes científicos y matemáticos los asiáticos). Oigo la risa (señal de vida) de los latinos, que hacen mucho ruido y se dirigen a paso tranquilo a sus lecciones. Pasa junto a mi, Motema de Lesotho, chasca su lengua para decirme hola Sesotho porque sabe que me hace ilusión escucharla hablar su idioma. Estudiantes de francés caminan a clase, curvando los labios, practicando la U francesa. La señora de la limpieza de Portugal, que conserva su acento después de 20 años en los Estados Unidos. La campanilla del mendigo sonriente que sostiene un calderito en el que colecciona cuartos de dólar. Los árabes con sus kefiyas blancas y negras enrolladas al cuello, símbolo de identidad, de nacionalismo. Me encuentro con Camilo, mi amigo de México que lleva un poncho maravilloso, que lo protege del frío. Incluso sus palabras, bien si son en el mismo idioma, suenan distintas, por el acento, por la cadencia, por la expresividad de su cara simpática.

Clase de Culturas Islámicas. El profesor apaga la luz y pulsa el play de su ordenador varios instrumentos irreconocibles invaden nuestros oídos. ¿Donde estamos? -pregunta. Por un momento nos trasladamos a Egipto y nos dejamos llevar. Los instrumentos con el sonido del Nilo de fondo, me sumen en una tranquilidad inexplicable. ¡Qué gran clase!

Salgo de clase y en la esquina hay puestos de una especie de consomé o sirope de manzana sin alcohol, muy típico de la región y palomitas de maíz dulce recién hechas. Para paliar el frío y el hambre después de largas horas de clase, no me queda mas remedio y sucumbo a la compra. El sirope de manzana se desliza por mi garganta y la recubre de un calor exquisito.

Me dirijo hacia el río, para correr un rato y por el camino un demócrata de acento neoyorquino que hace encuestas callejeras me comienza a hacer preguntas sobre Obama y me persigue un rato. En el río el sonido acompasado de los 16 remos que salpican en el agua, mezclado con las poderosas inspiraciones de los atléticos remeros es muestra de tenacidad, de fuerza, de pasión. Mis mejillas se sonrojan a causa del viento helado, me cuesta respirar el aire congelado.

De camino a casa las animadoras del equipo de fútbol Americano de Harvard hacen una pequeña exhibición en la calle con sus calentadores y sus dos coletas características. Canciones de ánimo, sencillas, un tanto repetitivas. Aparece en mi ruta una vecina que se queja por el fuerte olor corporal de su compañera de cuarto, que es africana. Me extraña, me molesta la falta de tacto, la intolerancia. Supongo que cada raza tiene su olor corporal común y característico del que no somos conscientes. Me pregunto qué pensara la compañera africana del olor de esta chica… ¿Será también extraño para ella ?

Subo a mi cuarto y me doy cuenta de que llevamos varias semanas con las luces de navidad pegadas a las paredes y encendidas, Abby dice que le hace sentir que todavía estamos de celebraciones y que en su casa, las tiene puestas todo el año, ¡que buena idea! ¿no? Banderas (la de los Estados Unidos, la de California-ciudad de Abby, un cartel que apoya a Obama, pósters con los 20 consejos de la vida del College, Coldplay, James Dean… decoran nuestras paredes, dando esa esencia de habitación estudiantil norteamericana, que aquí se consigue.

Una amiga mía me quiere llevar a su Iglesia Baptista y me animo. OH HAPPY DAY!!!! Las voces afro americanas se unen a la vez que las caderas redondeadas se mueven al ritmo de las notas del piano.
Llega mi otra compañera de cuarto, de Chicago y voy a darle un abrazo, menos mal que me acuerdo que ella se siente un poco intimidada con el contacto físico. No abraza, no besa… ella sonríe y expresa el cariño de otra forma. Me escribe cartas de agradecimiento o notas con muy buena letra, me hace pasteles de calabaza, famosísimos en Boston y así se expresa ella. En general la gente me da abrazos, es lo común entre amigos. Cuando conoces a alguien por primera vez, no se te ocurra darle dos besos, porque se agobian, se lían, se imaginan lo peor… Un buen estrechón de manos, y hasta que no seáis buenos amigos nada de abrazos. Mi amiga de Indiana dice que ella nunca da besos, a nadie, su madre, le da uno en la frente por su cumpleaños. ¡Que gran trauma fue eso para mí! Me hace falta calor humano en las Américas… El contacto de la piel, la envoltura de unos brazos, esenciales para sentirse bien, para sentirse vivo.

Cuarta crónica del viaje a México


27-03-2010

Mercado de San Cristóbal. Comunidades indígenas. City tour. San Juan Chamula. Zinacantan, trajes. Cada uno por su lado. Palenque rojo.

Esta mañana la cita es a las 9h. Ayer, el guía nos indicó que a primera hora si nos acercábamos al mercado de San Cristóbal, podríamos encontrar a los indígenas haciendo trueques y ver la gran variedad de trajes de las diferentes comunidades indígenas que van a vender allí. Así que aprovechando que la salida no es muy temprana, acordamos levantarnos a las 7h y visitarlo.

Según íbamos acercándonos al mercado, empezamos a ver mujeres vendiendo en la calle, con una cocina de leña, tacos, tamales, quesadillas y otras viandas irreconocibles por nosotros, a la gente que se encontraba a tan temprana hora por la calle. El desayuno de Chiapas. Lo de temprana hora lo digo por nosotros, que seguro que para ellos que ya llevaban un buen rato zascandileando por allí no lo sería tanto.
Nos fuimos encontrando indias chamula, con sus faldas de piel de cordero negro con todo su pelo, vendiendo sacos de hojas de pino, que sobresalían por la boca del saco. No podíamos imaginar el uso que se le podría dar a tal producto, pero durante el día pudimos comprobarlo.

Vimos hornos donde una gran máquina escupe tortitas de maíz en serie, que los operarios apilan con enorme destreza. Una moto como las de reparto de pizzas las mete en su cajón y sale pitando para algún destino concreto para que lleguen calentitas. El mercado de carne discurre a nuestra derecha y los puestos están apiñados unos a otros de tamaño tan pequeño, que da la impresión de ser contenedores puestos de pie. Hay mucha chapa haciendo las veces de tejado. Sus callejones son tan estrechos que con dificultad caben dos personas a la vez. No me puedo imaginar como entrarán la mercancía.

Este es el paisaje que vamos viendo antes de llegar al recinto del mercado central de San Cristóbal. Mujeres vendiendo escobas, telas, cerámica, chiles, guisantes de muchos colores y cualquier tipo de cosas bordean el edificio del mercado, algunos están montando los puestos, otros desgranando los guisantes, aquellos con las gallinas agarradas por las patas, muy quietas mientras son transportadas. No se oyen gritos para llamar la atención de los clientes, que a esa hora no son muy numerosos, y la sensación que tengo es que todo el mundo es indígena, y que hay pocos mestizos. Nosotros somos la excepción y damos la nota discordante, cámara en ristre y con un pasear tan pausado y mirándolo todo con tanta atención, que ni siquiera nos molestan para decirnos si estamos interesados en algo, salvo alguien que nos dice “a la orden”

El edificio del mercado dispone de puestos de carne, en la que las cabezas de las reses despellejadas reposan sobre los mostradores y los carniceros arreglan las diferentes piezas. Puestos de vísceras, pezuñas y tripas que por lo general no ves en los nuestros, aquí abundan, grandes montañas de bacalao seco y otros pescados desconocidos aparecen al volver una esquina, numerosos puestos de comida preparan sus platillos, pues es habitual comer en el mercado, otros funden queso en grandes cacerolas, cortezas fritas, por fortuna pocos puestos de pescado fresco y por el suelo, una suciedad que quita las ganas de comprar al más pintado.
Me llegué a sentir mareado en algún momento, no se si era cierta nausea por lo que veía y olía o que ya empezaba a estar sufriendo la venganza de Moctezuma. A la salida topé con un altarcito muy cargado de flores con su virgen detrás de un cristal y numerosas velas encendidas. Eso ha sido una estampa habitual en muchos de los mercados que hemos ido visitando a lo largo de todo México.

Tomamos un taxi, 20 pesos, un poco más de un euro que se cambia a 16 ó 17 pesos, para tener tiempo de desayunar antes de emprender el viaje a los pueblos indígenas.
La guía que nos asignan ese día es una mujer francesa, profesora en la universidad de San Cristóbal de las Casas y esta bien documentada.
El autocar nos deja a las afueras de San Juan Chamula, ya que tienen prohibido la entrada en autobús a los turistas. Un dato que nos da la guía es que el poder político que tiene ese pueblo es tal que han conseguido que le construyan una autopista de hasta tres carriles exclusivamente hasta su pueblo, más allá sigue la carretera nacional.
Lo primero que se ve desde el aparcamiento es el cementerio sin vallar y con tumbas de tierra, algunas muy recientes y algún que otro perro deambulando entre ellas. Vete a saber si rebuscando. La iglesia de San Esteban en mitad de todo y en total ruina.
Nos vamos adentrando en la ciudad y vemos casas muy modernas al lado de otras más tradicionales hechas con bloques de hormigón sin enlucir y techos de chapa ondulada. Nos dice la guía que los que se van a Norteamérica vuelven y se hacen casas a imagen de las americanas formando un contraste curiosísimo.

En la plaza la animación es tremenda. Es sábado y están realizando un ritual delante de la puerta de la iglesia. Mientras llegábamos al pueblo fuimos advertidos por la guía que está totalmente prohibido hacer fotos durante las ceremonias y por supuesto imposible dentro de la iglesia. Nos subimos al templete de la plaza y desde esa atalaya observamos el ir y venir de la gente que se agrupa por familias o clanes muy numerosos. Nos enteramos que es la fiesta del Mayordomo, que viene a ser el alcalde. Viste con sombrero rojo para distinguirlo. Muchos chamula visten con pieles de cordero, las faldas de las mujeres suelen ser de piel negra hasta los tobillos y los hombres llevan una casulla sin mangas también de piel de cordero por lo general blanca. Cuanto más largo es el pelo de la piel del cordero, mayor rango social ostenta la persona. No se que hará un pobre que tenga un cordero con pelo muy largo, si se verá obligado a venderlo a un rico o le prohibirán usarlo para él. Las mujeres de los principales del pueblo visten completamente de negro. Se ven mayores y gruesas. El suelo de la plaza está lleno de ramas en forma de pasillo hasta la puerta de la iglesia. Allí, delante de la puerta, se encuentran reunidos los dirigentes del pueblo con personas que portan a sus espaldas baúles cuadrados ricamente adornados, muchachas jóvenes que mueven al ritmo de la música recipientes humeantes de copal, especie de incienso y el grupo que cantan una salmodia repetitiva que, nos dice la guía, incorpora ligeras diferencias de estrofa a estrofa.

Nosotros decidimos entrar en la iglesia sorteando a toda esta gente y evidentemente echando un ojo a todo este tinglado para no perder detalle. Sin molestar pues las advertencias de la guía han sido muy claras.
La atracción turística del pueblo es evidentemente la iglesia. Y es natural que así sea. Cuando entras ya distingues que no es una iglesia al uso. No hay bancos, es diáfana. En su lugar encuentras a grupos de personas en corros disponiendo velas en el suelo en forma de hileras. Entre las personas algunas gallinas a la espera de ser sacrificadas imagino, no sueltas sino formando parte del equipaje del grupo. En los laterales, una sucesión de imágenes dentro de fanales o armarios acristalados donde se encuentran santos disfrazados con los trajes más estrafalarios que os podáis imaginar. No se si es que la imaginería española es muy buena y que las mujeres que se quedan a vestir santos, que tanto se daba antes en nuestro pais me tiene mal acostumbrado, pero la diferencia es abismal entre la imaginería de los Chamula y lo que se suele ver en nuestro pais. Produce risa, asombro, desconcierto por lo estrafalario, por lo infantil que parecen los autores de las imágenes y ternura, mucha ternura. Eso si, te impresiona. Todos tienen un montón de velas encendidas por lo que la sensación desde el atrio de la iglesia es que hay dos filas de montones de velas encendidas a cada lado de la iglesia. En el costado izquierdo, y apoyado sobre la pared, no instalado, formando el típico ángulo inclinado que forma algo que has apoyado, se encuentra el antiguo retablo del altar principal de la iglesia. Casi hasta el techo, de madera, está carcomido y no lo han tirado porque les han convencido que es una reliquia digna de restaurar y conservar. Ellos han encargado uno de hormigón y allí lo tienen. El antiguo lo querían dejar al aire libre, en la iglesia de San Esteban, que está en el cementerio de la entrada al pueblo, sin techumbre.
En el altar principal, en el que por supuesto no hay sagrario, ni se celebra misa, la escena que veo es la de muchos hombres que en grandes telas transportan palmas. Las van sacando y apilando sobre unas grandes mesas que hay en el recinto. Mañana es Domingo de Ramos. Se me antoja que son diferentes cofradías que aportan cada una su contribución de palmas. En total puede haber en el recinto del altar unos cuatro o cinco grupos de unas diez personas y siguen entrando más. Todos con su hato de palmas. Nosotros seguimos dando la vuelta por la iglesia y vemos como un indiecito va rascando los pegotones de ceras que han ido quedando sobre el suelo, con una espátula. Todo está lleno de hojas de pino verde. Esas que por la mañana veíamos en el mercado. Es para dar buen olor. Los niños que corretean se resbalan con las hojas de pino y el suelo porcelánico que acaban de poner. Todo un despropósito. A la salida todavía están danzando y salmodiando. Nos volvemos a nuestra atalaya y vemos como finaliza el rito, tiran cohetes y cada clan se va marchando por los diferentes puntos de la plaza casi en fila y precedidos por sus jefes. La ceremonia continúa en la plaza adjunta, la del mercado en el que las mujeres de las autoridades se reúnen en torno a una cruz muy grande, pero que curiosamente no es la cruz cristiana, sino un símbolo azteca. Los españoles al llegar vieron éste símbolo, se quedaron muy sorprendidos y lo respetaron. Representa los puntos cardinales y el centro como un punto más a tener en cuenta. En cada extremo hay dibujados unos símbolos y cada brazo termina en una especie de bola. En uno de los rincones de la plaza hay una mujer tejiendo a la antigua usanza, con unos peines para cardar la lana y sacar hilos finos. Un grupo de niños azuzan a unos gallos que están a la venta y atados de una pata para que se picoteen, con el consiguiente cacareo y escándalo. Pasamos por grupos de mujeres que están sentadas a las afueras del nuevo mercado del pueblo, un edificio grande que todavía no se ha inaugurado y del que se duda de su uso por parte de la gente del pueblo según nos cuenta la guía. Cuando estamos llegando al autobús, vemos un equipo de TV acompañados por el alcalde, pues es evidente que sin su permiso no podrían filmar nada. Menudo negocio deben de tener montado con esto de los derechos de imagen. También vemos pasar lujosos coches y todo terrenos conducidos por las autoridades del pueblo que ya han acabado y se marchan.

El siguiente pueblo a visitar es Zinacantan, a muy pocos kilómetros de San Juan Chamula. La guía nos lleva directamente a la tienda que tiene una gran profusión de telas, trajes, alfombras y demás. Está todo organizado. Te reciben con un licor que dicen que destilan ellos clandestinamente. Sin que me diera cuenta, al entrar en otra habitación de la tienda ya habían disfrazado a la familia de madrileños que nos acompaña compuesta por la pareja y dos hijos jóvenes. Ellos están disfrazados de novios y los padres de padrinos. Todos muy guapos y foto va y foto viene. Al fondo de la tienda tienen habilitadas dos habitaciones amplias con sus correspondientes cocinas casi a ras de suelo donde te hacen tortitas y fajitas de carne o verdura y que tienen una pinta estupenda. Te puedes sentar en unos bancos bajos y comer bajo petición a la mujer que hay allí cocinando. Yo no me encuentro nada bien y tengo que salir fuera a que me de un poco el aire, las habitaciones se han llenado de humo a causa de la falta de chimeneas. Solo las rendijas que quedan entre el techo y las paredes, hacen de tiro para el humo, antes todo ha quedado impregnado por el olor a fritanga y asado.

En el viaje de vuelta a San Cristóbal empiezo a ponerme blanco como la cera y optan por dejarme en el hotel. Los demás se van a visitar la ciudad. El “city tour” que había anunciado en el programa. Me echo y al rato llegan Maite y Helena, con Maite también mal. Nos acostamos y Helena se va a dar una gran vuelta por San Cristóbal. A eso de las seis de la tarde, me encuentro mejor y decido salir al andador para ver el ambiente.

Estamos cada uno por su lado.
Me siento en una terraza frente a mi calle del hotel con idea de ver cuando llega Helena y allí paso más de una hora, viendo pasar visitantes y locales, vendedores a cada dos por tres, gente de todo tipo, indígenas y mestizos, niños vendiendo, los limpiabotas, los puestos de venta de comida, el señor que está junto a mi mesa y vende cigarros sueltos y chicles o piruletas, con clientes que lo requieren muy a menudo. La gente de la ciudad que lleva a sus hijos vestidos de domingo.

He retrocedido con la mente muchos años en el tiempo y recuerdo que antes, en mi ciudad, Ceuta, era algo similar el ambiente, la forma de moverse por la calle Real los domingos me recuerda a este andador. Montones de personas paseando por mitad de la calle sin tráfico, los vendedores de trufas y altramuces, de pipas de girasol saladas que metían en un cucurucho de papel midiendo con un cubilete de madera, el aspecto más oscuro de la piel de los hombres por el trabajo en el campo a pleno sol, los marroquíes con sus vestimentas, nosotros vestidos de domingo y tomando helados de tuti fruti de la mano de alguna persona mayor.

Al lado, el teatro donde se representa Palenque Rojo. Nos lo han recomendado y en la puerta hay un actor ataviado con penacho de plumas de quetzal, tobilleras con conchas que al chocar unas contra otras hacen un sonido parecido a los cascabeles, peto y muñequeras y algún arma como hachas y arcos que blande al paso de los turistas solicitando unas monedas a quien quiera echarle una foto. Al lado un par de mujeres vendiendo entradas a 150 y 200 pesos. Según estés sentado más adelante o más atrás.
Cuando vuelvo a la habitación ya está Helena consolando a Maite que tiene un poco de fiebre. Al final nos anima a que vayamos a ver la obra de teatro y nos vestimos de domingo también nosotros contagiados por el público que pasea por el andador.

La obra es un gran espectáculo de música, trajes y luces. Representa la lucha entre Toniná y Palenque, dos ciudades mayas con Kan Joy Chitan II, hijo del gran Pakal II.
Entre los personajes destacan animales como el puma, el cuervo, el vampiro, el cerdo salvaje y el cocodrilo, que se desliza sobre un patinete con ruedas pertinentemente camuflado, sobre el que se ha tumbado boca abajo. Las figuras de los guerreros, las princesas, los dos dioses gemelos que narran la historia y la música que está oculta tras unos velos a la izquierda de un escenario que o bien representa una plaza rodeada de pirámides representando a la ciudad de Palenque o bien una selva, hacen que el espectáculo sea grandioso. El pasillo central del teatro sirve de escenario por el que entran y salen los personajes acercando al público la riqueza de sus trajes y la belleza de sus cuerpos.

Al terminar la obra, Helena y yo paseamos por la zona que habían visitado por la tarde y que le había gustado. Claro que se había encontrado con una boda y con las tiendas de artesanía abiertas. A estas horas sólo los bares y los restaurantes están abiertos y se desbordan de gente incitándote a entrar en su ambiente festivo. Picamos y en uno que nos gustó pedimos unos nachos con guacamole y unos combinados estupendos.

Nos vamos a dormir.

TERCERA CRÓNICA DEL VIAJE A MÉXICO.


26-03-2010



Lagos de Montebello. Grutas de Rancho Nuevo. Cascadas del Chiflón. Visita de los lagos. Amatenango del Valle. Cerámica. San Cristóbal de las Casas

La salida hoy es a las 9 de la mañana. El desayuno en el hotel tipo buffet muy agradable y abundante. Tan agradable como puede ser elegir entre cosas que desconoces y tan abundante como te pida el cuerpo. Las frutas tropicales lo más colorido del buffet. Una mujer hace tortitas de maíz que puedes rellenar de cosas que no sabes cómo pedir. Te plantas a un lado, esperando que algún oriundo del país haga su comanda por ver si te resulta apetecible. Por otro lado destapas tapaderas para descubrir cosas diferentes a lo que estás acostumbrado a ver, guisos de carne, verduras distintas, nombres innombrables, sin pan. De todas formas sales del paso aun sintiéndote un ogro cuando llegas a la mesa y te encuentras que Maite ha elegido unas frutas tropicales y un poco de café y tú llevas el plato a rebosar de cosas extrañas. Helena aminora mi sensación pues su menú es un poco más variado.

Con guía nuevo y nuevos compañeros de viaje reanudamos nuestra visita por Chiapas. Nos trasladamos en una furgoneta con entrada lateral de esas que desplazan la puerta a lo largo del costado. La capacidad es de unas 10-12 personas. Más íntimo, saludos, y poco más, la gente no está muy dispuesta a charlar. La primera parada es en Las Grutas del Rancho Nuevo. Tiene aproximadamente 700 metros de largo, y es poco profunda, prácticamente llana, ligeramente iluminada y con el suelo bien preparado para no tropezar. Nos la va a enseñar una niña de nombre Lucía. Su humor es muy curioso. Tiene un acento al hablar castellano totalmente diferente a lo que yo he escuchado. Es cantarín. Parece como si se supiera totalmente de memoria todo lo que tiene que decir. Llego a sospechar que sólo sabe decir eso en castellano y que su idioma es otro. Según vamos avanzando por la cueva, nos va señalando distintas figuras que van formando las rocas. Para todas tiene un chascarrillo. Si la figura es parecida a un tiburón sin dientes, le llama “tiburón chimuelo”, otra es la figura de Carlos V de chocolate, solo que el chocolate ya se lo comieron. Cuando aparecen dos figuras de serpientes, una con la boca abierta y otra con la boca cerrada nos dice que la de la boca abierta tiene hambre. Si es una figura como una cascada de agua azul, nos dice que el azul no se ve porque no hay agua. Si es la de un indio maya un poco trompudo, está así porque quiere beso. Hay un gorila que está diciendo oooohhh!. Estas y otras muchas figuras iban apareciendo a lo largo del camino y la mayoría estan relacionadas unas con otras, bien porque el gorila que dice ooohhh! se ha comido parte de otra figura que aparece más adelante, o porque se ha asustado de la serpiente con la boca abierta, o vete a saber qué. Fue una visita muy agradable y todos reímos con sus gracias que decía muy seria.

De nuevo al camión camino de las cascadas del Chiflón, que reciben ese nombre por el ruido que hacen, como chiflando. También se le llama “el velo de la novia”. Para llegar a la cascada grande, se va bordeando un río con sus recovecos y sus saltos, con un agua cristalina y azul. En este caso si se veía el azul porque había mucha agua. Las cascadas que iban apareciendo a nuestro paso eran a cual más bonita y enclavadas en una vegetación exuberante. Después de más de mil escalones, aparece majestuosa la gran cascada. Delante de ella discurre una tirolina que está dividida en dos tramos. El primero baja un poco y el otro hay que hacerlo tras subir un trecho y volver al primer lugar desde donde se tira la gente. Pasa justamente por delante de la cascada y el valle que va formando el río se desliza montaña abajo tapizando todo el terreno. La vista es espectacular. Helena y yo nos decidimos a lanzarnos colgados del cable y sujetos con el arnés. Llevábamos un artilugio que se introducía en el cable y que iba sujeto con dos asas de cuero y que servía para jalar de él cuando ibas llegando al final del trayecto a modo de freno. Un señor de una edad avanzada, unos 75 años le echaba yo, quiso lanzarse antes que nosotros, pues su hijo ya lo había hecho y no quería hacerlo esperar. Accedimos gustosos pues el canguelo era mayúsculo y cuanto más atrasabas el lanzamiento como que te sentías mejor. Fue armado el señor con sus arneses y sus frenos y fue lanzado al vacío. Nada más despegar vimos estupefactos como se le soltaba el artilugio frenador, pues de las dos asas de las que disponía, una se le soltó y evidentemente se salió la guía que abrazaba el cable que era un taco de madera en forma de U invertida. Acto seguido giró todo su cuerpo avanzando a toda velocidad de espaldas hacia la torre receptora y sin posibilidad de usar su freno. La cara del muchacho que te ponía el arnés y te daba las instrucciones cambió de color y su expresión era de asombro. Todos mirábamos al veloz anciano y al monitor de hito en hito. El veloz anciano trataba de arreglar el estropicio, pero antes de que acabéis de leer esto que estoy escribiendo ya había llegado como una exhalación al otro lado del cable y como un fardo sin control se empotró contra el techo de la torreta que esperaba su llegada. Rebotó y quedó colgando del cable a unos cinco metros de la torre. Nosotros estábamos como a unos 150 metros y a esa distancia se ve poco cuando tratas de averiguar cuántos desperfectos ha causado el incidente. ¡Tranquilos!, al parecer tienen una zona acolchada en el techo de la torreta para casos así y el pobre anciano fue izado a fuerza de músculos y no sufrió desperfectos de consideración. Según nos dijeron no le pasó nada. No sabemos nadie cómo dormiría esa noche.

Estábamos como helados. Rígidos pero sin mostrar expresión alguna de miedo o asombro. Éramos los siguientes para el sacrificio. Ahora entiendo mejor a los pobres esclavos de guerra que eran sacrificados a manos de los aztecas sobre las pirámides como ofrenda a los dioses. La excitación ya de por sí alta que supone lanzarte al vacío colgado de un cable, que si, que parece fuerte, que mucha gente lo hace, que seguro que no pasa nada, que el señor tenía una edad que no se yo como se atreve, todo lo que quieras, pero la excitación estaba allí, ocupando toda tu mente, sobre una torreta a cinco o seis metros del suelo y sin la posibilidad de hacer tapón para los que vienen detrás. Helena abrió camino, tengo que decir que ella iba delante de mí y que no me colé. Maite estaba encargada de las fotos, tampoco salía de su asombro, presta a inmortalizar nuestra proeza. Con los músculos contraídos y alguna que otra marca de los cables en los brazos nos volvimos eufóricos al camión a seguir camino. Todo había salido bien y la experiencia valió la pena. ¡Qué queréis que os diga!

Ahora venían las visitas a los lagos de Montebello. Según nos íbamos acercando se empezó a nublar y el espesor de la niebla era cada vez mayor. La vegetación también se hacía cada vez más espesa y ya teníamos la sensación de estar en plena selva, cruzando de vez en cuando poblados indígenas que están a la vera de la carretera. Cada vez que pasas por uno de ellos, la carretera se llena de tacos para que los vehículos disminuyan la velocidad.



Los tacos son esos montículos que ponen en la carretera de nuestras urbanizaciones para que no corras, pero o la selva está muy poblada o se han pasado poniendo tacos, pues más que circular parecía que cabalgábamos. Cuando llegamos al primer lago apenas se veía nada. A los lados del camino que llegaba al lado, tienen construidas unas casetas de madera que utilizan como restaurantes por decir algo. La caseta consta de una entrada y un mostrador frontal. Una mesa de madera con dos bancadas a cada lado; una estantería para colocar algunas cosillas y un fogón de leña con una chapa que hace la función de plancha donde van haciendo los pedidos de comida que hacen los clientes. Todos bien apretaditos empezamos a solicitar a la indiecita nuestra comida y nuestra bebida. La bebida principalmente fueron cervezas, que tubo que pedir a una caseta vecina. La comida que queréis que os diga, Maite, Helena y yo estábamos fuera de juego. No se bien si esperábamos que Helena nos fuera diciendo qué pedir, o si tardó un poco, el caso es que cuando nos fuimos a dar cuenta, casi todos estaban con sus tamales, sus carnes, o sus quesadillas comiendo y nosotros sin decidirnos a pedir. Fajitas con chorizo, carne de res colgadas sobre un cordel como ropa tendida, salsas con chile de árbol muy picante y otras variedades del lugar que no eran muy abundantes.



La cabaña carecía de las más mínimas condiciones sanitarias y creo que fue el desencadenante de nuestros futuros aunque no muy lejanos males de panza, tanto de Maite como míos. Pero eso ya os lo iré contando aunque con pocos detalles, ya sabéis todos como funcionan esas enfermedades…
Al final comimos algo… (Bueno, aquí hago un inciso para acaparar la atención de aquellos que me dijeron que en mis anteriores crónicas no hacía más que hablar de comidas…ya veis, un simple “Al final comimos algo…”)

Seguimos camino viendo más lagos, hasta siete en total y con la suerte que en los últimos que visitamos despejó un poco y pudimos ver la belleza y el color de sus aguas. Maite compró un capazo que estaba haciendo una mujer y con el que se encaprichó.



Era el comienzo de un imparable, aunque fructífero afán comprador que no dejó de afectarle hasta el final del viaje.

Al final del día, nos acercamos a Amatenango del Valle, ya de anochecida. Entramos en la casa de unos indígenas que tenían un taller de cerámica y el guía llamó a una mujer que muy solícita nos hizo una demostración de cómo se trabaja el barro haciéndonos una vasija que nos dijo que no metían en el horno, sino que la dejaban secar al sol. También hacían jaguares y máscaras y le compramos una de un jaguar muy bonita y que os enseñaré con mucho gusto a los que me visiten.

De vuelta en San Cristóbal decidimos dar una vuelta por la ciudad, pues el ambiente seguía siendo encantador, todo el mundo en la calle, los niños, algunos que aun no saben ni hablar de lo pequeños que son y ya tratan de venderte algo, las mujeres ofreciéndote telas, animalitos de fieltro, pulseras.



Todo vale si compras, a cualquier precio, no hay comparación con el euro. La noche ya había caído en la ciudad y los grupos familiares se reunían delante de la plaza de la catedral con las mujeres y los niños sentados en corro. No se si se irían a dormir o lo harían allí mismo esperando el nuevo día. Nosotros ya estábamos cansados y decidimos cobijarnos en nuestro elegante hotel. Compramos una jirafa de fieltro de mil colores y nos fuimos muy contentos a dormir.

SEGUNDA CRÓNICA DE MI VIAJE A MÉXICO


25-03-2010

A la mañana siguiente, unas fotitos por el hotel y a las 8 am el “camión”, que así llaman a los autobuses, nos llevó al aeropuerto.

Tras pasar por facturación y por la aduana, Maite observó que había perdido el sombrero que le había regalado su amiga Asun. Lo buscamos por todos los sitios por donde habíamos pasado, sin éxito. Incluso nos salimos de la zona de embarque y tuvimos que volver a pasar la aduana. El desayuno no fue muy alegre pues Maite estaba muy orgullosa de su sombrero, era blandito pero con forma, de un material muy agradable, nada de paja ni materiales burdos como suelen ser los sombreros que te dan en las fiestas de mi tierra, no, un sombrero de categoría. Helena y yo no hacíamos más que consolarla y prometerle sombreros fabulosos. No hubo forma, la tristeza se había adueñado de ella.

El vuelo duró una hora y diez minutos hasta Tuxla Gutiérrez en el estado de Chiapas. Hacerlo en coche puede durar más de 12 horas si vas por Oaxaca y unas 8 horas y media si vas por Veracruz al norte con 840 km. de recorrido. Me hubiera gustado ir por Oaxaca.
Un empleado de nuestro operador, nos estaba esperando así como a otros pasajeros que vendrían con nosotros durante todo el día. Eran una pareja con su hija y su marido. Otra pareja de recién casados y un señor sólo. Con nosotros éramos 10 personas. Todos españoles. En el aeropuerto, soldados del ejército se paseaban ametralladora en mano.

Nada mas llegar empezaba el tour. Íbamos a recorrer el río Grijalva, por el Cañón del Sumidero. Llegamos al embarcadero. Compramos un sombrero para Maite, nada parecido en textura al otro. Nos embarcamos en una canoa motorizada con varios asientos de plástico en dos filas a los costados de la canoa. Era cómoda pero sin techo, pues según nos explicaron, veríamos mejor las grandes y escarpadas paredes del cañón. Embadurnados de crema y con nuestros salvavidas naranjas, nos adentramos en el fascinante Cañón del Sumidero, que en parte, habíamos visto desde el cielo a nuestra llegada a Tuxla-Gutiérrez.
La primera parada fue para ver a los zopilotes o chombos bañarse y secarse al sol. Los zopilotes son los carroñeros de la zona. Los que limpian todo lo que se muere o se anda pudriendo en el cañón. Son negros y con esos cuellos rugosos parecidos a los buitres, que tanto los afean. ¿Serán familia de los pavos?.

A lo largo del recorrido, el guía nos fue mostrando ante nuestro asombro, hasta 6 cocodrilazos de entre 3 a 4 metros o más, ¡ni se me ocurrió bajarme a tallarlos! Se acercaba con la barca hasta una distancia de poco más de medio metro y por lo general, acosado por nosotros, acababa yéndose al agua en vez de revolverse violentamente y despachar una dentellada al pobre infeliz que había ocupado la proa de la endeble embarcación. Además éste de la punta, era el más osado fotografiándole la última carie de la derecha. (Imagino que esos eran mis propios miedos y que ocurre sólo de vez en cuando. Jeje, eso de “de vez en cuando” me puede traducir alguien ¿a cuantos turistas tocan por cocodrilo?)
Las garzas, o pájaros blancos que por allí hay, que a saber si son garzas, se protegían del duro sol en las cavidades que deja el río en las orillas. Llegamos a ver una familia de monos araña, que tranquilamente arboleaban en la copa de un frondoso árbol asomado sobre el río. Fueron molestados por los silbidos, gritos y ruidazos que hacía nuestro guía con objeto de que salieran de su estado contemplativo. No consiguieron sacar de sus casillas a los apacibles, en ese momento, monos arañas en extinción.

Seguimos río abajo, lo se por la corriente, y llegamos a una gruta con una virgencita. Menudo trabajazo poner a la virgencita en la cavidad, pero seguro que le han sacado partido. Aquí hacen sus peregrinaciones los barqueros e indígenas de la región. ¿Estos no entran en el cupo de los cocodrilos? Un poco más adelante una cascada sin agua, pero con las huellas en la pared del murallón, con una profusión de líquenes y musgos formando la figura de una capa que en días de abundancia de agua tiene que ser muy bonito. Se me voló la gorra, -a cómo no iría el indígena aquel-, que recuperé gracias a su pericia y a que ya no sabía qué hacer para lucirse. Al final del viaje, éste pasó su gorra para recoger las propinas, la mía estaba mojada y con sabor a cocodrilo.

Nos fuimos a Chiapa de Corzo, fundada nos dijeron, el 1 de marzo de 1528 por Diego de Mazariegos y que se denominó en un principio Chiapa de los Indios, cuando tras comprobar lo insano del lugar y mandar una expedición en busca de mejores lugares sin mosquitos, localizaron San Cristóbal de las Casas y dejaron esa población para los indígenas. No, si va a tener razón con eso de la leyenda negra.
El guía nos recomendó un restaurante. Por suerte o por desgracia, le haces caso, pues no tienes tiempo de andar buscando un lugar más típico o más popular, más caro o más barato, y menos cuando la población no es muy grande y el resto del grupo se mete de cabeza sin dejar que te metas en ese tipo de disquisiciones. Ya nos había hecho la propaganda de ciertos platillos, que tan diminutivamente llaman a sus platos y eso también te condiciona en parte a probar las delicias del lugar pensando que no lo volverás a catar en ningún otro sitio como en este. ¿Te sientes manipulado? Tú eliges. Sólo es información. Pero, quién no se rinde ante una sopa de Chipilin con bolitas de masa y queso y unas hierbas similares a las acelgas o bledas, quien se resiste ante un Cochito al horno, quién a un aguacate con atún, o a una cerveza negra Modelo y a unos dulces con ciruelas al aguardiente, palomitas dulces y fruta tropical.
Chiapa de Corzo tiene una gran plaza con soportales. En medio de la plaza un ceibal que los indios tenían por árbol sagrado y este parece que es tricentenario. En mitad de la plaza hay una construcción muy curiosa en ladrillo y la iglesia es muy grande con techos muy altos y de madera. Tras visitarla, a la salida había una familia de indígenas con rasgos muy pronunciados y una anciana tejía cruces de palma para el domingo de Ramos. Otra mujer más joven amamantaba a su hijo pequeño mientras otros más jugueteaban cerca. Ningún hombre.

Nos dejaron en el hotel de San Cristóbal de las Casas. Es una antigua casa colonial, o palacio que ocupa toda una manzana y tiene dos pisos. Tras la entrada te encuentras con un patio rodeado de soportales, con una fuente en medio produciendo un relajante sonido al caer el agua y toda una profusión de plantas y árboles que hacen el lugar muy fresco y colorido. Hay bancos recubiertos de azulejos que me recordaron a mi infancia en Ceuta, cuando íbamos al parque de San Amaro que tenía pavos reales y una jaula muy grande con monos. El hotel está lleno de patios interiores con balcones y ventanas de donde cuelgan cactus y el color de las paredes es de tonos anaranjados. Bonito este hotel Hollyday Inn de San Cristóbal.
Había mucho ambiente en las calles, por lo que decidimos salir a pasear. Tomamos una calle peatonal, a las que llaman “andador”, ¡qué majos! repleta de gente joven comiendo tortitas rellenas tipo pizzas, o dulces -elotes y esquites- que dispensan los múltiples vendedores ambulantes, o maíz hervido, tiendas de artesanía…
Al final de la calle, había un mercado regional, junto a la iglesia de Santo Domingo. Ya era tarde, estaban recogiendo muchos puestos y se les notaba cansados de todo el día. Entramos en la iglesia cuya fachada está ricamente labrada. Los retablos son muy bonitos y la planta no es regular su forma es parecida a una cruz latina. En uno de los altares de la crucería, había un cristo yaciente y una imagen de la virgen. De pié, bien plantado y junto a una mujer que disponía pequeñas velas en fila, un hombre de baja estatura, de alrededor de cincuenta y tantos años rezaba en su lengua natal, el nahualt. Lo hacía en voz alta, como si la imagen tuviera que oírlo a la distancia que él se encontraba. Hacía gestos, se emocionaba y lloraba, hablaba unas veces exigente y otras resignado, suplicante y desesperado. No entendíamos nada, evidentemente, pero si hubiese estado en nuestra mano, no hubiéramos podido negarnos a concederle lo que pedía. Tal era el fervor, su tono de voz, su expresión. Para mí, después de haber vuelto del viaje, puedo asegurar que ha sido el momento más entrañable que he vivido en México.
Al salir, le preguntamos a una mujer que había pasado por allí, y nos dijo que estaba pidiendo por sus padres que estaban enfermos.
Siguiendo por el andador, nos abordaron unos chicos cámara en ristre y nos pidieron que si nos podían hacer una entrevista para la TV. Maite y Helena siguieron, pero yo accedí. Me preguntaron mi nombre, que de dónde venía y qué me parecía San Cristóbal. Se alegraron cuando les dije que venía de España y les conté que me estaba pareciendo mágico el ambiente de la ciudad.
Al llegar a la plaza principal, estaban tocando música en el templete y la gente bailaba. El ambiente era fantástico.
Nuestro primer día en Chiapas ha sido realmente mágico.




PRIMERA CRÓNICA DEL VIAJE A MÉXICO




24-03-2010
En estos momentos estoy a 10.000 pies aproximadamente sobre el suelo de México.
Estamos volando hacia Tuxla Gutiérrez, en el estado de Chiapas. Es su capital. Es nuestro segundo día en México. No vamos a visitarla por imperativos del guión. Por la ventanilla todavía puedo ver el volcán Popocatepetl y el Iztaccihuatl. Tienen las cimas blanqueadas por sus nieves perpetuas, que contrastan con la aridez del entorno, al menos desde esta altura.

El viaje hasta México D.F. desde Madrid ha sido muy pesado. Casi 14 horas que se hacen todavía más penosas si decides ver las películas que incluye el pasaje, dobladas con un sorprendente para mi, acento mexicano.
En mis anteriores viajes, cuando escribo mis crónicas, hablo continuamente de las comidas, pues ocupa una parte importante del quehacer diario y suele ser un momento relajado, agradable, de descanso, refrescante y si estás en un país extraño, a todo eso se le añade el toque de exotismo propio del lugar. Y no voy a dejar la costumbre, sobre todo en ésta ocasión que visitamos México. A priori, en mi mente hay grabado un registro positivo y mi predisposición es buena. Veremos como va evolucionando a lo largo de estos 23 días, que a buen seguro van a configurar una imagen diferente de la que traigo grabada. De cualquier forma, no espero que la primera impresión que me llevo volando con Mexicana, una de las compañías junto con Aero México más populares y conocidas de este país, sea determinante para juzgar su arte culinario, pues el menú, que ya de por si en los aviones es bastante deficiente, en este caso me ha sorprendido por su mala calidad.

A la llegada a Mexico D.F., ya de anochecida, se suceden numerosos núcleos de población que cada vez van siendo de mayor tamaño. Estoy pegado a la ventanilla del avión, como si de mí dependiera descubrir algo muy importante en esta sucesión de luces anaranjadas que se me asemejan a un mapa de neuronas interconectadas por las luces de las carreteras que van dejando los coches a su paso. Cada vez estas neuronas van siendo más grandes y cada vez el avión vuela más bajo. Ya se distinguen los coches diminutos, las grandes avenidas y las pequeñas calles, no se ven edificios altos por el momento y hace un buen rato que la Gran Neurona no deja ver espacios negros, ¡todo es luz! estamos sobrevolando México D.F. a la velocidad del avión y esto no se acaba nunca, las luces lo tapizan todo. Incluso el aeropuerto ha sido engullido por la Gran Neurona.

Tardamos mucho tiempo en recoger las maletas, casi una hora y al salir de la sala de recogida de equipajes, esperábamos que Helena nos estuviera esperando, pero para nuestra sorpresa, allí no había nadie. Nos sentamos a esperar, un poco extrañados pues desde que tenía prevista la llegada el avión, había pasado suficiente tiempo para que a Hele le hubiese dado tiempo de llegar. Al cabo de unos tres cuartos de hora, cuando ya habíamos empezado a movilizarnos para tomar una decisión e intentar contactar vía móvil, comprar una tarjeta, averiguar la forma de llamar, que es tremendamente complicada pues el número depende de si llamas a un fijo o a un móvil; si llamas desde un estado diferente al estado del que es el teléfono; los códigos pueden cambiar; pruebas con el 1; le das vuelta a la tarjeta por si acaso; sin el 1; con el 43 después; preguntas; te dan una indicación que no funciona; preguntas a otro; y en eso, medio desesperado, volteas la cabeza hacia el gran pasillo, y ves llegar a Hele que ya te ha descubierto y se te alegra el alma. Habían informado que nuestro vuelo saldría por una puerta distinta a la que utilizamos nosotros y toda la gente de nuestro vuelo para salir.

En la aduana, antes de salir y darnos encuentro con Helena, tuvimos un pequeño susto bien merecido.
Resulta que Maite le preguntó a Helena, antes de salir para México, que qué quería que le lleváramos desde Alicante. Naturalmente, lomo embuchado, a poder ser ibérico, no luso ni franchute. Mira Maite, que nos va a dar problemas, auguré yo, por eso de las canas, que para algo sirven, aunque solo sea para augurar. Pues pasamos las dos maletas grandes junto con las bolsas de mano por el escáner y justo la de los lomos, debió de pegar un indiscreto chillido o vete a saber si los lomos eran radioactivos, el caso es que el funcionario de aduanas 1, le avisó al funcionario de aduanas 2, que esa maleta tenía que ser revisada por el funcionario de aduanas 3, el de sanidad, que por suerte estaba ocupado con otro producto radioactivo. En eso que mi maleta salió del túnel en donde se ven dichos productos, detrás de la de Maite y Maite, como si tuviera un resorte oculto, tomó su maleta y se dirigió hacia la salida con total naturalidad. A mí, el funcionario de aduanas 2 me dijo que pulsara el semáforo, que dio verde y me dejó pasar, pero no saben ni el 1, ni el 2 ni el 3 lo que sudamos, más que si los lomos los hubieran puesto al microondas 10 minutos.
(Lo del semáforo es un botón que tienes que pulsar y si sale rojo te revisan, si sale verde puedes pasar sin revisión, método mexicano para no tener que abrir todas las maletas)

Tomamos un taxi, que previamente habíamos contratado dentro de la sala de equipajes, pues llega uno con el miedo en el cuerpo, pensando que te van a llevar a un descampado y te van a quitar las mantecas y los lomos. Por favor, al hotel Hollyday Inn Plaza Dalí.
El hotel es muy agradable y las camas muy cómodas en comparación al duro sillón del avión. El botones nos vende que el restaurante cierra a las 12 de la noche y nos animamos a bajar y probar la primera comida en México. Maite, más estoica que Helena y yo, no cenó, así que la mala noche estaba reservada para nosotros dos.