SEGUNDA CRÓNICA DE MI VIAJE A MÉXICO


25-03-2010

A la mañana siguiente, unas fotitos por el hotel y a las 8 am el “camión”, que así llaman a los autobuses, nos llevó al aeropuerto.

Tras pasar por facturación y por la aduana, Maite observó que había perdido el sombrero que le había regalado su amiga Asun. Lo buscamos por todos los sitios por donde habíamos pasado, sin éxito. Incluso nos salimos de la zona de embarque y tuvimos que volver a pasar la aduana. El desayuno no fue muy alegre pues Maite estaba muy orgullosa de su sombrero, era blandito pero con forma, de un material muy agradable, nada de paja ni materiales burdos como suelen ser los sombreros que te dan en las fiestas de mi tierra, no, un sombrero de categoría. Helena y yo no hacíamos más que consolarla y prometerle sombreros fabulosos. No hubo forma, la tristeza se había adueñado de ella.

El vuelo duró una hora y diez minutos hasta Tuxla Gutiérrez en el estado de Chiapas. Hacerlo en coche puede durar más de 12 horas si vas por Oaxaca y unas 8 horas y media si vas por Veracruz al norte con 840 km. de recorrido. Me hubiera gustado ir por Oaxaca.
Un empleado de nuestro operador, nos estaba esperando así como a otros pasajeros que vendrían con nosotros durante todo el día. Eran una pareja con su hija y su marido. Otra pareja de recién casados y un señor sólo. Con nosotros éramos 10 personas. Todos españoles. En el aeropuerto, soldados del ejército se paseaban ametralladora en mano.

Nada mas llegar empezaba el tour. Íbamos a recorrer el río Grijalva, por el Cañón del Sumidero. Llegamos al embarcadero. Compramos un sombrero para Maite, nada parecido en textura al otro. Nos embarcamos en una canoa motorizada con varios asientos de plástico en dos filas a los costados de la canoa. Era cómoda pero sin techo, pues según nos explicaron, veríamos mejor las grandes y escarpadas paredes del cañón. Embadurnados de crema y con nuestros salvavidas naranjas, nos adentramos en el fascinante Cañón del Sumidero, que en parte, habíamos visto desde el cielo a nuestra llegada a Tuxla-Gutiérrez.
La primera parada fue para ver a los zopilotes o chombos bañarse y secarse al sol. Los zopilotes son los carroñeros de la zona. Los que limpian todo lo que se muere o se anda pudriendo en el cañón. Son negros y con esos cuellos rugosos parecidos a los buitres, que tanto los afean. ¿Serán familia de los pavos?.

A lo largo del recorrido, el guía nos fue mostrando ante nuestro asombro, hasta 6 cocodrilazos de entre 3 a 4 metros o más, ¡ni se me ocurrió bajarme a tallarlos! Se acercaba con la barca hasta una distancia de poco más de medio metro y por lo general, acosado por nosotros, acababa yéndose al agua en vez de revolverse violentamente y despachar una dentellada al pobre infeliz que había ocupado la proa de la endeble embarcación. Además éste de la punta, era el más osado fotografiándole la última carie de la derecha. (Imagino que esos eran mis propios miedos y que ocurre sólo de vez en cuando. Jeje, eso de “de vez en cuando” me puede traducir alguien ¿a cuantos turistas tocan por cocodrilo?)
Las garzas, o pájaros blancos que por allí hay, que a saber si son garzas, se protegían del duro sol en las cavidades que deja el río en las orillas. Llegamos a ver una familia de monos araña, que tranquilamente arboleaban en la copa de un frondoso árbol asomado sobre el río. Fueron molestados por los silbidos, gritos y ruidazos que hacía nuestro guía con objeto de que salieran de su estado contemplativo. No consiguieron sacar de sus casillas a los apacibles, en ese momento, monos arañas en extinción.

Seguimos río abajo, lo se por la corriente, y llegamos a una gruta con una virgencita. Menudo trabajazo poner a la virgencita en la cavidad, pero seguro que le han sacado partido. Aquí hacen sus peregrinaciones los barqueros e indígenas de la región. ¿Estos no entran en el cupo de los cocodrilos? Un poco más adelante una cascada sin agua, pero con las huellas en la pared del murallón, con una profusión de líquenes y musgos formando la figura de una capa que en días de abundancia de agua tiene que ser muy bonito. Se me voló la gorra, -a cómo no iría el indígena aquel-, que recuperé gracias a su pericia y a que ya no sabía qué hacer para lucirse. Al final del viaje, éste pasó su gorra para recoger las propinas, la mía estaba mojada y con sabor a cocodrilo.

Nos fuimos a Chiapa de Corzo, fundada nos dijeron, el 1 de marzo de 1528 por Diego de Mazariegos y que se denominó en un principio Chiapa de los Indios, cuando tras comprobar lo insano del lugar y mandar una expedición en busca de mejores lugares sin mosquitos, localizaron San Cristóbal de las Casas y dejaron esa población para los indígenas. No, si va a tener razón con eso de la leyenda negra.
El guía nos recomendó un restaurante. Por suerte o por desgracia, le haces caso, pues no tienes tiempo de andar buscando un lugar más típico o más popular, más caro o más barato, y menos cuando la población no es muy grande y el resto del grupo se mete de cabeza sin dejar que te metas en ese tipo de disquisiciones. Ya nos había hecho la propaganda de ciertos platillos, que tan diminutivamente llaman a sus platos y eso también te condiciona en parte a probar las delicias del lugar pensando que no lo volverás a catar en ningún otro sitio como en este. ¿Te sientes manipulado? Tú eliges. Sólo es información. Pero, quién no se rinde ante una sopa de Chipilin con bolitas de masa y queso y unas hierbas similares a las acelgas o bledas, quien se resiste ante un Cochito al horno, quién a un aguacate con atún, o a una cerveza negra Modelo y a unos dulces con ciruelas al aguardiente, palomitas dulces y fruta tropical.
Chiapa de Corzo tiene una gran plaza con soportales. En medio de la plaza un ceibal que los indios tenían por árbol sagrado y este parece que es tricentenario. En mitad de la plaza hay una construcción muy curiosa en ladrillo y la iglesia es muy grande con techos muy altos y de madera. Tras visitarla, a la salida había una familia de indígenas con rasgos muy pronunciados y una anciana tejía cruces de palma para el domingo de Ramos. Otra mujer más joven amamantaba a su hijo pequeño mientras otros más jugueteaban cerca. Ningún hombre.

Nos dejaron en el hotel de San Cristóbal de las Casas. Es una antigua casa colonial, o palacio que ocupa toda una manzana y tiene dos pisos. Tras la entrada te encuentras con un patio rodeado de soportales, con una fuente en medio produciendo un relajante sonido al caer el agua y toda una profusión de plantas y árboles que hacen el lugar muy fresco y colorido. Hay bancos recubiertos de azulejos que me recordaron a mi infancia en Ceuta, cuando íbamos al parque de San Amaro que tenía pavos reales y una jaula muy grande con monos. El hotel está lleno de patios interiores con balcones y ventanas de donde cuelgan cactus y el color de las paredes es de tonos anaranjados. Bonito este hotel Hollyday Inn de San Cristóbal.
Había mucho ambiente en las calles, por lo que decidimos salir a pasear. Tomamos una calle peatonal, a las que llaman “andador”, ¡qué majos! repleta de gente joven comiendo tortitas rellenas tipo pizzas, o dulces -elotes y esquites- que dispensan los múltiples vendedores ambulantes, o maíz hervido, tiendas de artesanía…
Al final de la calle, había un mercado regional, junto a la iglesia de Santo Domingo. Ya era tarde, estaban recogiendo muchos puestos y se les notaba cansados de todo el día. Entramos en la iglesia cuya fachada está ricamente labrada. Los retablos son muy bonitos y la planta no es regular su forma es parecida a una cruz latina. En uno de los altares de la crucería, había un cristo yaciente y una imagen de la virgen. De pié, bien plantado y junto a una mujer que disponía pequeñas velas en fila, un hombre de baja estatura, de alrededor de cincuenta y tantos años rezaba en su lengua natal, el nahualt. Lo hacía en voz alta, como si la imagen tuviera que oírlo a la distancia que él se encontraba. Hacía gestos, se emocionaba y lloraba, hablaba unas veces exigente y otras resignado, suplicante y desesperado. No entendíamos nada, evidentemente, pero si hubiese estado en nuestra mano, no hubiéramos podido negarnos a concederle lo que pedía. Tal era el fervor, su tono de voz, su expresión. Para mí, después de haber vuelto del viaje, puedo asegurar que ha sido el momento más entrañable que he vivido en México.
Al salir, le preguntamos a una mujer que había pasado por allí, y nos dijo que estaba pidiendo por sus padres que estaban enfermos.
Siguiendo por el andador, nos abordaron unos chicos cámara en ristre y nos pidieron que si nos podían hacer una entrevista para la TV. Maite y Helena siguieron, pero yo accedí. Me preguntaron mi nombre, que de dónde venía y qué me parecía San Cristóbal. Se alegraron cuando les dije que venía de España y les conté que me estaba pareciendo mágico el ambiente de la ciudad.
Al llegar a la plaza principal, estaban tocando música en el templete y la gente bailaba. El ambiente era fantástico.
Nuestro primer día en Chiapas ha sido realmente mágico.




PRIMERA CRÓNICA DEL VIAJE A MÉXICO




24-03-2010
En estos momentos estoy a 10.000 pies aproximadamente sobre el suelo de México.
Estamos volando hacia Tuxla Gutiérrez, en el estado de Chiapas. Es su capital. Es nuestro segundo día en México. No vamos a visitarla por imperativos del guión. Por la ventanilla todavía puedo ver el volcán Popocatepetl y el Iztaccihuatl. Tienen las cimas blanqueadas por sus nieves perpetuas, que contrastan con la aridez del entorno, al menos desde esta altura.

El viaje hasta México D.F. desde Madrid ha sido muy pesado. Casi 14 horas que se hacen todavía más penosas si decides ver las películas que incluye el pasaje, dobladas con un sorprendente para mi, acento mexicano.
En mis anteriores viajes, cuando escribo mis crónicas, hablo continuamente de las comidas, pues ocupa una parte importante del quehacer diario y suele ser un momento relajado, agradable, de descanso, refrescante y si estás en un país extraño, a todo eso se le añade el toque de exotismo propio del lugar. Y no voy a dejar la costumbre, sobre todo en ésta ocasión que visitamos México. A priori, en mi mente hay grabado un registro positivo y mi predisposición es buena. Veremos como va evolucionando a lo largo de estos 23 días, que a buen seguro van a configurar una imagen diferente de la que traigo grabada. De cualquier forma, no espero que la primera impresión que me llevo volando con Mexicana, una de las compañías junto con Aero México más populares y conocidas de este país, sea determinante para juzgar su arte culinario, pues el menú, que ya de por si en los aviones es bastante deficiente, en este caso me ha sorprendido por su mala calidad.

A la llegada a Mexico D.F., ya de anochecida, se suceden numerosos núcleos de población que cada vez van siendo de mayor tamaño. Estoy pegado a la ventanilla del avión, como si de mí dependiera descubrir algo muy importante en esta sucesión de luces anaranjadas que se me asemejan a un mapa de neuronas interconectadas por las luces de las carreteras que van dejando los coches a su paso. Cada vez estas neuronas van siendo más grandes y cada vez el avión vuela más bajo. Ya se distinguen los coches diminutos, las grandes avenidas y las pequeñas calles, no se ven edificios altos por el momento y hace un buen rato que la Gran Neurona no deja ver espacios negros, ¡todo es luz! estamos sobrevolando México D.F. a la velocidad del avión y esto no se acaba nunca, las luces lo tapizan todo. Incluso el aeropuerto ha sido engullido por la Gran Neurona.

Tardamos mucho tiempo en recoger las maletas, casi una hora y al salir de la sala de recogida de equipajes, esperábamos que Helena nos estuviera esperando, pero para nuestra sorpresa, allí no había nadie. Nos sentamos a esperar, un poco extrañados pues desde que tenía prevista la llegada el avión, había pasado suficiente tiempo para que a Hele le hubiese dado tiempo de llegar. Al cabo de unos tres cuartos de hora, cuando ya habíamos empezado a movilizarnos para tomar una decisión e intentar contactar vía móvil, comprar una tarjeta, averiguar la forma de llamar, que es tremendamente complicada pues el número depende de si llamas a un fijo o a un móvil; si llamas desde un estado diferente al estado del que es el teléfono; los códigos pueden cambiar; pruebas con el 1; le das vuelta a la tarjeta por si acaso; sin el 1; con el 43 después; preguntas; te dan una indicación que no funciona; preguntas a otro; y en eso, medio desesperado, volteas la cabeza hacia el gran pasillo, y ves llegar a Hele que ya te ha descubierto y se te alegra el alma. Habían informado que nuestro vuelo saldría por una puerta distinta a la que utilizamos nosotros y toda la gente de nuestro vuelo para salir.

En la aduana, antes de salir y darnos encuentro con Helena, tuvimos un pequeño susto bien merecido.
Resulta que Maite le preguntó a Helena, antes de salir para México, que qué quería que le lleváramos desde Alicante. Naturalmente, lomo embuchado, a poder ser ibérico, no luso ni franchute. Mira Maite, que nos va a dar problemas, auguré yo, por eso de las canas, que para algo sirven, aunque solo sea para augurar. Pues pasamos las dos maletas grandes junto con las bolsas de mano por el escáner y justo la de los lomos, debió de pegar un indiscreto chillido o vete a saber si los lomos eran radioactivos, el caso es que el funcionario de aduanas 1, le avisó al funcionario de aduanas 2, que esa maleta tenía que ser revisada por el funcionario de aduanas 3, el de sanidad, que por suerte estaba ocupado con otro producto radioactivo. En eso que mi maleta salió del túnel en donde se ven dichos productos, detrás de la de Maite y Maite, como si tuviera un resorte oculto, tomó su maleta y se dirigió hacia la salida con total naturalidad. A mí, el funcionario de aduanas 2 me dijo que pulsara el semáforo, que dio verde y me dejó pasar, pero no saben ni el 1, ni el 2 ni el 3 lo que sudamos, más que si los lomos los hubieran puesto al microondas 10 minutos.
(Lo del semáforo es un botón que tienes que pulsar y si sale rojo te revisan, si sale verde puedes pasar sin revisión, método mexicano para no tener que abrir todas las maletas)

Tomamos un taxi, que previamente habíamos contratado dentro de la sala de equipajes, pues llega uno con el miedo en el cuerpo, pensando que te van a llevar a un descampado y te van a quitar las mantecas y los lomos. Por favor, al hotel Hollyday Inn Plaza Dalí.
El hotel es muy agradable y las camas muy cómodas en comparación al duro sillón del avión. El botones nos vende que el restaurante cierra a las 12 de la noche y nos animamos a bajar y probar la primera comida en México. Maite, más estoica que Helena y yo, no cenó, así que la mala noche estaba reservada para nosotros dos.