PRIMERA CRÓNICA DEL VIAJE A MÉXICO




24-03-2010
En estos momentos estoy a 10.000 pies aproximadamente sobre el suelo de México.
Estamos volando hacia Tuxla Gutiérrez, en el estado de Chiapas. Es su capital. Es nuestro segundo día en México. No vamos a visitarla por imperativos del guión. Por la ventanilla todavía puedo ver el volcán Popocatepetl y el Iztaccihuatl. Tienen las cimas blanqueadas por sus nieves perpetuas, que contrastan con la aridez del entorno, al menos desde esta altura.

El viaje hasta México D.F. desde Madrid ha sido muy pesado. Casi 14 horas que se hacen todavía más penosas si decides ver las películas que incluye el pasaje, dobladas con un sorprendente para mi, acento mexicano.
En mis anteriores viajes, cuando escribo mis crónicas, hablo continuamente de las comidas, pues ocupa una parte importante del quehacer diario y suele ser un momento relajado, agradable, de descanso, refrescante y si estás en un país extraño, a todo eso se le añade el toque de exotismo propio del lugar. Y no voy a dejar la costumbre, sobre todo en ésta ocasión que visitamos México. A priori, en mi mente hay grabado un registro positivo y mi predisposición es buena. Veremos como va evolucionando a lo largo de estos 23 días, que a buen seguro van a configurar una imagen diferente de la que traigo grabada. De cualquier forma, no espero que la primera impresión que me llevo volando con Mexicana, una de las compañías junto con Aero México más populares y conocidas de este país, sea determinante para juzgar su arte culinario, pues el menú, que ya de por si en los aviones es bastante deficiente, en este caso me ha sorprendido por su mala calidad.

A la llegada a Mexico D.F., ya de anochecida, se suceden numerosos núcleos de población que cada vez van siendo de mayor tamaño. Estoy pegado a la ventanilla del avión, como si de mí dependiera descubrir algo muy importante en esta sucesión de luces anaranjadas que se me asemejan a un mapa de neuronas interconectadas por las luces de las carreteras que van dejando los coches a su paso. Cada vez estas neuronas van siendo más grandes y cada vez el avión vuela más bajo. Ya se distinguen los coches diminutos, las grandes avenidas y las pequeñas calles, no se ven edificios altos por el momento y hace un buen rato que la Gran Neurona no deja ver espacios negros, ¡todo es luz! estamos sobrevolando México D.F. a la velocidad del avión y esto no se acaba nunca, las luces lo tapizan todo. Incluso el aeropuerto ha sido engullido por la Gran Neurona.

Tardamos mucho tiempo en recoger las maletas, casi una hora y al salir de la sala de recogida de equipajes, esperábamos que Helena nos estuviera esperando, pero para nuestra sorpresa, allí no había nadie. Nos sentamos a esperar, un poco extrañados pues desde que tenía prevista la llegada el avión, había pasado suficiente tiempo para que a Hele le hubiese dado tiempo de llegar. Al cabo de unos tres cuartos de hora, cuando ya habíamos empezado a movilizarnos para tomar una decisión e intentar contactar vía móvil, comprar una tarjeta, averiguar la forma de llamar, que es tremendamente complicada pues el número depende de si llamas a un fijo o a un móvil; si llamas desde un estado diferente al estado del que es el teléfono; los códigos pueden cambiar; pruebas con el 1; le das vuelta a la tarjeta por si acaso; sin el 1; con el 43 después; preguntas; te dan una indicación que no funciona; preguntas a otro; y en eso, medio desesperado, volteas la cabeza hacia el gran pasillo, y ves llegar a Hele que ya te ha descubierto y se te alegra el alma. Habían informado que nuestro vuelo saldría por una puerta distinta a la que utilizamos nosotros y toda la gente de nuestro vuelo para salir.

En la aduana, antes de salir y darnos encuentro con Helena, tuvimos un pequeño susto bien merecido.
Resulta que Maite le preguntó a Helena, antes de salir para México, que qué quería que le lleváramos desde Alicante. Naturalmente, lomo embuchado, a poder ser ibérico, no luso ni franchute. Mira Maite, que nos va a dar problemas, auguré yo, por eso de las canas, que para algo sirven, aunque solo sea para augurar. Pues pasamos las dos maletas grandes junto con las bolsas de mano por el escáner y justo la de los lomos, debió de pegar un indiscreto chillido o vete a saber si los lomos eran radioactivos, el caso es que el funcionario de aduanas 1, le avisó al funcionario de aduanas 2, que esa maleta tenía que ser revisada por el funcionario de aduanas 3, el de sanidad, que por suerte estaba ocupado con otro producto radioactivo. En eso que mi maleta salió del túnel en donde se ven dichos productos, detrás de la de Maite y Maite, como si tuviera un resorte oculto, tomó su maleta y se dirigió hacia la salida con total naturalidad. A mí, el funcionario de aduanas 2 me dijo que pulsara el semáforo, que dio verde y me dejó pasar, pero no saben ni el 1, ni el 2 ni el 3 lo que sudamos, más que si los lomos los hubieran puesto al microondas 10 minutos.
(Lo del semáforo es un botón que tienes que pulsar y si sale rojo te revisan, si sale verde puedes pasar sin revisión, método mexicano para no tener que abrir todas las maletas)

Tomamos un taxi, que previamente habíamos contratado dentro de la sala de equipajes, pues llega uno con el miedo en el cuerpo, pensando que te van a llevar a un descampado y te van a quitar las mantecas y los lomos. Por favor, al hotel Hollyday Inn Plaza Dalí.
El hotel es muy agradable y las camas muy cómodas en comparación al duro sillón del avión. El botones nos vende que el restaurante cierra a las 12 de la noche y nos animamos a bajar y probar la primera comida en México. Maite, más estoica que Helena y yo, no cenó, así que la mala noche estaba reservada para nosotros dos.